Menorca talayótica, un viaje a la Prehistoria

Los yacimientos prehistóricos menorquines son el relato pétreo de una fascinante historia milenaria. Este mes de junio la Unesco decidirá si pasan a formar parte de la Lista del Patrimonio Mundial.

Naveta des Tudons.
Foto: Sebas Iturralde
Eva van den Berg

Eva van den Berg

Periodista especializada en ciencia y naturaleza

24 de marzo de 2022, 07:00 | Actualizado a 24 de marzo de 2022, 12:52

Si las piedras hablaran… ¿qué nos dirían de las extraordinariamente bien conservadas construcciones prehistóricas de la llamada cultura talayótica menorquina, hoy candidata a formar parte de la Lista del Patrimonio Mundial de la Unesco?

En los bloques de piedra sin argamasa de esas construcciones ciclópeas –navetas, talayots, recintos de taula y casas circulares– yace una historia insular tejida a lo largo de más de un milenio, la memoria geológica, física e histórica de una época en la que los habitantes de esta isla balear fraguaron una relación con el entorno que marcaría para siempre el paisaje y la identidad menorquines.

El poblado de Torre d'en Galmés, el más extenso de Menorca, estuvo ocupado desde el período naviforme hasta la época medieval e ilustra los modelos de hábitat adoptados a partir del período talayótico.
Foto: Servei de Patrimoni Històric / Consell Insular de Menorca

Las primeras manifestaciones de esta peculiar arquitectura identificadas por los arqueólogos son de carácter funerario y se remontan probablemente a 2000 a.C. Se trata de los sepulcros megalíticos o dólmenes, tumbas colectivas al aire libre que hacia 1600 a.C., en plena Edad del Bronce, darán paso a las primeras edificaciones ciclópeas. Cuatrocientos años después, a partir de 1200 a.C., aparecerá el talayot, que, en sentido estricto, dará el pistoletazo de salida a la cultura que lleva su nombre.

Bautizado con un término derivado de la voz árabe talaya (atalaya o torre vigía), esta singular estructura troncocónica de tipología muy diversa irrumpe en el paisaje y, lentamente, a partir de un pequeño núcleo inicial, el poblado se va desarrollando y van apareciendo nuevas formas arquitectónicas, los recintos de taula –santuarios exclusivos de Menorca–, las casas de planta circular y las murallas. Un largo y fructífero desarrollo cultural que los expertos definen a través de cuatro períodos: el de los primeros pobladores, el naviforme y el talayótico, forjados en condiciones de un cierto aislamiento, y un último de apertura al exterior, el talayótico final, que se inicia hacia 500 a.C. y finaliza en 123 a.C. Ese año la flota romana del cónsul Quinto Cecilio Metelo conquista la isla, junto con Mallorca –Ibiza queda como uno de los últimos reductos púnicos del Mediterráneo occidental–, y comienza su colonización. Un acontecimiento que cambiará el rumbo de la historia menorquina, pero que no irá en perjuicio de su rica arquitectura, que seguirá en uso durante los siglos posteriores, en algunos casos hasta la época islámica.

El mar era un espacio ajeno a la vida cotidiana de las comunidades talayóticas, pero muy próximo a la muerte y un referente en su espiritualidad.
Foto: Servei de Patrimoni Històric / Consell Insular de Menorca

Hoy, esta Menorca talayótica que perduró durante unos 1.500 años aspira a engrosar la lista que la Unesco designa para resaltar lugares que revisten una importancia cultural excepcional para la herencia común de la humanidad, una decisión que se fallará este mes de junio y cuya aprobación es esperada por muchos con gran ilusión.

Y es que el impresionante legado de esta cultura destaca no solo por su diversidad, sino también por su densidad, pues registra una de las mayores concentraciones de yacimientos arqueológicos del mundo: con apenas 702 kilómetros cuadrados de superficie, Menorca posee un elevadísimo número de yacimientos prehistóricos, con un total de 1.574 elementos inventariados, nada menos que 2,3 por kilómetro cuadrado, gran parte de los cuales (1.401) están considerados Bien de Interés Cultural (BIC). «Esta isla, la más septentrional del archipiélago balear, alberga un 9 % de los BIC de España a pesar de representar solo el 0,13 de su territorio», explica la catedrática de arqueología Margarita Orfila, impulsora de esta candidatura y miembro del equipo redactor del informe presentado a la Unesco. Con esta designación, añade Cipriano Marín, coordinador del expediente de la candidatura de Menorca Talayótica, «el patrimonio histórico de la isla se vería todavía más reconocido a nivel internacional y se podrían implementar unas medidas de preservación aún más efectivas, ya contempladas en el plan de gestión de estos bienes aprobado por el Consell Insular de Menorca». La inclusión en la Lista del Patrimonio Mundial fomentaría, además, nuevas investigaciones en los yacimientos y un turismo cultural fuera de la estación estival, lo que ayudaría a desestacionalizar parte de los visitantes que cada verano acuden a esta isla mediterránea tan especial.

El poblado talayótico de Torretrencada alberga vestigios de monumentales casas circulares y una de las taulas más espectaculares de Menorca, que ilustra la relación que esta cultura mantenía con el celaje.
FOTO: Antoni Cladera

Paradigma de la identidad insular, todos estos bienes están plenamente integrados en un territorio habitado, vivido. «En el resto del mundo, gran parte de los paisajes arqueológicos comparables a este se hallan en parques nacionales o en reservas arqueológicas, donde la actividad humana es residual y no tienen ningún protagonismo –señala Orfila–. Sin embargo, en el mundo rural de la isla, y en particular en el ámbito del bien propuesto, encontramos un excepcional paisaje arqueológico vivo, en plena interacción con la vida cotidiana de la Menorca del siglo XXI». Un paisaje palpitante en el que las colosales piedras que dan forma a las edificaciones ciclópeas, erguidas entre campos de cultivo y rebaños de vacas y ovejas que ramonean en los alrededores, parecen murmurar antiguas historias de aquellos hombres y mujeres talayóticos, descendientes de los primeros habitantes de la isla.

Mapa de Menorca
Mapa: Consell Insular de Menorca/NGM-E

Pero ¿quiénes eran esos primeros pobladores? «Procedentes del nordeste de la península Ibérica o del entorno del golfo de León, arribaron a las costas de Menorca durante la segunda mitad del III milenio a.C. a bordo de rudimentarias embarcaciones junto con algunos animales domésticos y utensilios básicos, huyendo tal vez de situaciones tan hostiles en el continente que optaron por emprender una arriesgada travesía», propone Joaquim Pons, arqueólogo y técnico del Departamento de Cultura del Consell Insular.

Aquel peligroso viaje por mar los llevó hasta una tierra poco fértil, rocosa, con limitados recursos y escasa fauna, alfombrada de una vegetación propia de parajes secos cincelados por vientos poderosos. Les esperaba una vida dura, unos tiempos en los que, según estudios antropológicos, la mitad de los niños menores de cinco años moría a causa de enfermedades y la esperanza de vida de los adultos, aunque podía llegar a la cincuentena, no solía sobrepasar el cuarto de siglo. Una existencia rodeada de un mar al que, sorprendentemente, dieron la espalda durante más de un milenio –parece ser que ni siquiera pescaban–, pero que estaba muy presente en sus prácticas funerarias y su espiritualidad, quizá como si aquella infinita extensión de agua que se fundía con el cielo fuese algo parecido al más allá. Los muertos de aquellos primeros pobladores eran enterrados de forma colectiva en hipogeos (cuevas subterráneas excavadas en el suelo rocoso) o en dólmenes (estructura típica de la arquitectura megalítica), seguramente siguiendo las tradiciones de sus lugares de origen. Pero el continuo manejo de las piedras, materia prima por excelencia en la isla, conduciría a las primeras construcciones ciclópeas, algunas únicas de Menorca, sustento de su candidatura a Patrimonio Mundial.

La primera de ellas fue la naveta de habitación, un tipo de casa de piedra con forma de nave invertida que medía entre cinco y 20 metros de largo por tres de ancho y cobijaba a familias extensas. En su interior cocinaban y se calentaban alrededor de un fuego central, sentados en bancos de piedra adosados a las paredes. A lo largo de este período naviforme, entre 1600 y 1200 a.C., la población se fue asentando en pequeños poblados, adoptó una vida sedentaria y desarrolló actividades agrícolas y ganaderas. Aquellas sociedades aprendieron además a extraer cobre de sus minas prehistóricas y, mezclándolo con el estaño, metal que importaban de fuera de la isla, obtenían un material muy versátil para fabricar herramientas y útiles: el bronce. Aunque se seguían utilizando hipogeos, pronto empezaron a construir unos edificios monumentales destinados a albergar enterramientos: las navetas funerarias, cuyo ejemplo más famoso es la naveta des Tudons, siempre alejadas de la población y fuera de su campo visual. Con el paso del tiempo los muertos pasaron a enterrarse en cuevas horadadas en los barrancos que surcan la isla de Menorca, grutas que irán desplazándose progresivamente hacia la costa como si la intención fuese acercar a los difuntos al mar para su reposo eterno en el más allá. «El mundo de los vivos separado del mundo de los muertos», destaca Orfila. Los hallazgos arqueológicos nos hablan de una sociedad todavía no jerarquizada, lo que se detecta en la composición de los ajuares funerarios y en las inhumaciones colectivas.

El asentamiento de Torre d'en Galmés conserva una gran diversidad de construcciones, como esta sala hipóstila.
foto: Marco Ansaloni

«Las similitudes entre las navetas de habitación y las funerarias nos fuerzan a pensar en una traslación simbólica: las “casas de los muertos” reproducían la forma exterior de las “casas de los vivos”», explica Joaquim Pons acerca de estas construcciones cuyo apogeo se sitúa en el posterior período talayótico. En esa fase final de la Edad del Bronce y la primera etapa de la Edad del Hierro, entre 1200 y 500 a.C., se produce un aumento de población que genera una transformación arquitectónica con la aparición de los talayots, esas torres que marcan una nueva realidad social e ilustran un colosal esfuerzo colectivo en su construcción.

Los siglos siguientes, enmarcados en el período talayótico final, verán la eclosión de otra singularidad menorquina, el recinto de taula: un lugar de culto consistente en un edificio de planta absidal y muros ciclópeos que alberga en su centro la taula (mesa en catalán), una estructura de cuatro o cinco metros de altura en la que dos grandes losas colocadas una sobre otra forman una T. «La función ritual y religiosa de estos santuarios queda documentada por la presencia de fuego, restos de animales sacrificados y estatuillas de bronce, así como en su patrón de orientación», dice Orfila.

La ilustración recrea dos viviendas de planta circular características del talayótico final.
Ilustración: Albert Álvarez-Debòlit

Curiosamente, taulas y navetas funerarias no parecen haber sido construidas con una orientación al azar. La mayor parte de las navetas miran hacia el sudoeste, siguiendo la tendencia de sus predecesores los sepulcros megalíticos, explica Antoni Ferrer, arqueólogo e investigador del Institut Menorquí d’Estudis, con sede en Maó (Mahón). «Es un hecho bastante peculiar que coincide solo con la orientación de los sepulcros de la región francesa del Languedoc, de donde posiblemente procedían los primeros pobladores de la isla», dice. Las taulas, en cambio, suelen mirar al sur, excepto la de Torralba d’en Salort, que apunta a un acimut comprendido dentro del rango solar, mirando hacia levante, ligeramente al sur del este.

El primer experto en profundizar en esta cuestión fue el arqueoastrónomo británico Michael Hoskin, de la universidad de Cambridge, quien hace 30 años señaló que esa necesidad de construir los sepulcros en lugares con una visión ininterrumpida del horizonte meridional debió de responder a la intención de observar un cuadrante concreto del cielo. ¿Serían la Cruz del Sur y las dos estrellas más brillantes de la constelación de Centauro, Alfa Centauri y Acrux, visibles en esas noches talayóticas, los objetos celestes que quería observar a diario aquella sociedad prehistórica?

Poblado de Sa Torreta de Tramuntana.
Foto: Servei de Patrimoni Històric / Consell Insular de Menorca

El hallazgo en el poblado talayótico de Torre d’en Galmés de una estatuilla que representa a Imhotep –médico, arquitecto, astrónomo y sumo sacerdote del templo de Heliópolis que vivió a mediados del III milenio a.C. en el Bajo Egipto– parece apoyar esta explicación estelar. Imhotep fue divinizado en el país del Nilo como dios de la medicina y la sabiduría y su prestigio llegó hasta Grecia, donde se le asimiló al dios Asclepio, representado en la mitología griega en la constelación de Centauro. Por otro lado, las tres pezuñas de équido halladas en la taula de Torralba d’en Salort, supuestamente los cascos de ese centauro astronómico, podrían sugerir que los recintos de taula, santuarios religiosos, eran un equivalente de los templos curativos del mundo helénico, los asclepia. ¿Se orientaban estos recintos en dirección a la constelación de Centauro por la asociación de esta con la medicina? No se sabe exactamente.

En el período talayótico final apareció otro «endemismo» arquitectónico de Menorca que supone una revolución en la concepción y el diseño del hábitat prehistórico de la isla: la casa de planta circular, organizada alrededor de un patio central delimitado por seis columnas. Construidas con muros de doble paramento y techadas con arcilla y capa vegetal, son mucho más complejas que las navetas de habitación. Algunas de ellas contaban con cisternas para la captación de agua.

En paralelo, empezaron a proliferar murallas ciclópeas circundando los poblados, lo que pone de manifiesto una vez más la capacidad de los talayóticos para organizar el territorio y trabajar en equipo. Unas murallas que con el tiempo fueron incorporando cada vez más sistemas defensivos. El Mediterráneo, en pleno proceso de colonización por parte de fenicios, griegos, cartagineses y romanos, suponía para aquella sociedad isleña que había vivido aislada y pacíficamente durante siglos una gran vía de entrada de riquezas, pero también de peligros en un mar donde los piratas y las flotas de potencias rivales campaban a sus anchas.

Dolmen o sepulcro megalítico de Ses Roques Llises.
Foto: Xavi Marquès Triay

A partir del siglo V a.C., muchos jóvenes de Menorca y Mallorca, diestros en el lance de la honda, fueron reclutados como mercenarios por los ejércitos púnicos, hasta que fueron absorbidos por Roma tras la caída de Cartago. «De hecho, a ellos se debe que ambas islas, bautizadas por los antiguos griegos como Gimnesias, pasaran a denominarse Baleares, nombre derivado del griego baleo, que significa lanzar», dice Margarita Orfila. Diversas fuentes históricas hacen referencia a los honderos baleáricos, como Estrabón, quien los menciona en su Geografía aludiendo al momento de la conquista romana de la isla: «Desde niños se adiestran en el manejo de la honda, no recibiendo el pan si no lo han acertado antes con ella; por eso, Metellus, cuando navegando hacia las islas se acercó a ellas, mandó tender las pieles sobre la cubierta de los navíos para defenderse de los tiros de honda».

La cultura talayótica tocaba a su fin en los últimos años del siglo II a.C., dando paso a una larga romanización que acabaría con la irrupción de los pueblos vándalos en el año 455 de nuestra era. El Imperio bizantino incorporó la isla a sus dominios en el año 534, y en 903 llegaría el turno de los musulmanes, una presencia que se prolongó 400 años, hasta la llegada de Alfonso III de Aragón.

A partir del siglo XIV, los descendientes de los talayóticos emularían a sus ancestros al construir muros de piedra seca para delimitar sus parcelas agrícolas y ganaderas. Hoy existen 11,2 millones de metros de estos preciosos muretes, una distancia equivalente a la que separa Ciutadella (Ciudadela) de Santiago de Chile. Otro ejemplo de la estrecha relación que Menorca ha mantenido y mantiene con su materia más esencial, un testimonio vivo de esfuerzo, creatividad y destreza colectivos que viene a unirse al extraordinario legado ancestral que muy pronto podría ser considerado un tesoro de toda la humanidad. ¡Esperemos que así sea!

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LA VIDA COTIDIANA

Objetos de uso cotidiano y ornamental del período talayónico fabricados con materiales de fuera de Menorca.
Foto: Museu de Menorca, Maó.

Los materiales usados para manufacturar objetos de uso cotidiano y ornamental fueron evolucionando a lo largo del tiempo. A partir del período talayótico final se empezaron a importar piezas fabricadas con materiales de fuera de la isla, como recipientes de cerámica y ornamentos de fayenza o de metal.

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EL TALAYOT MENORQUÍN

El talayot, icono de la arquitectura prehistórica menorquina que da nombre a esta cultura, tiene en esta isla unas características propias, distintas de las del talayot de la vecina Mallorca. Son torres troncocónicas que aquí llegan a alcanzar grandes dimensiones, de unos 10 metros de altura, con intervisibilidad entre ellas. En Menorca hay casi 400 talayots. En ocasiones aislados, suelen estar situados en la entrada o en el interior de los poblados. A veces con falsas cúpulas y rampas exteriores, es probable que fuesen utilizados como torres de defensa y atalayas de vigilancia, aunque su funcionalidad es aún objeto de debate.

Talayots de los poblados de Trepucó.
Foto: Servei de Patrimoni Històric / Consell Insular de Menorca
Cornia Nou.
Foto: Ricard Pla Boada
Torelló.
Foto: Yann Guichaoua / Getty Images
Talatí de Dalt.
Foto: Ricard Pla Boada

En 1818 se publicó Antigüedades célticas de la isla de Menorca, el primer tratado de arqueología en el ámbito español. Su autor, el ilustrado menorquín Joan Ramis i Ramis, seguía las corrientes científicas de su época y pensaba que los druidas celtas fueron los constructores de los edificios talayóticos. Aunque sus argumentos carecen de verosimilitud alguna, sus descripciones aún tienen interés. Inventarió 191 talayots, 18 de los cuales han desaparecido, de los 393 que se conservan en la actualidad.

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